domingo, 24 de abril de 2011

Lo importante es la palabra

     Ahora está todo podrido, viejo. Antes era otra cosa. Pero ahora ya
 no se puede creer en nadie.
     Ahora la palabra no vale nada. Antes sí valía. Antes, la palabra era un documento. Qué contrato ni garante. Un apretón de manos y el compromiso quedaba para siempre; y guay con no cumplir, ¿eh?
     Ahora ya nadie tiene palabra. Te dicen “vengo a tal hora” y aparecen cuando se les canta. Acordate si vos podías llegar tarde al trabajo.       ¿Y a la escuela? ¡Lloviendo y tronando íbamos! Ahora nadie tiene responsabilidad de nada. Nadie cumple nada.
     Pero claro,  todos quieren ser caciques. Ya nadie quiere obedecer y si vos les decís algo sos mandón, un dictador. Así estamos. Se perdió el respeto a la Autoridad.
     Me acuerdo que mi viejo nos dominaba con la mirada, nomás. 
Una revoleada de ojos y ya sabíamos lo que teníamos que hacer. 
Y cuando se empezaba a sacar el cinto, agarrate. Y que no se te diera
 por querer disparar porque ahí si te quedaba el culo como un morrón 
durante un mes.
     Ahora se perdieron los valores. La familia ya no es como antes. 
Se juntan, se separan. Las borregas vuelven borrachas a las cinco de la mañana. Pensá vos que nosotros veníamos del servicio militar y nos íbamos a fumar afuera por respeto al viejo.
     Y el problema es la familia, ya te digo. Antes el matrimonio era para siempre. Separarse era una vergüenza. Escucha esto: nosotros llevamos casi cincuenta  años de casados con la bruja. Mirá si habremos tenido altibajos en la vida. Pero de ahí a separarnos, ni pensarlo. Nunca ni un sí ni un no. Hay que saber dejar pasar las cosas.
     Pero ya  te digo. Ahora nadie tiene palabra. Te mienten descaradamente. Los jóvenes están todos en la fácil. No como   nosotros. No se adónde iremos a parar…  
     Bueno mi amigo, me voy. Antes de que sea más tarde tengo que buscar un lugar medio descampado para tirar un perro. ¿Tenés idea de por dónde puedo abandonarlo?
     La paso a  buscar a mi señora y vemos si lo tiramos por ahí. El asunto es que no vuelva. Perro de mierda ya me tiene las bolas llenas. Es de mi nieto… y bueh, que se le va a hacer… Ya tenemos todo arreglado. Le     decimos que el perrito se perdió y hacemos como que lo buscamos, total el pibe es chico. Je, je. Lo que es la inocencia, ¿no?
     En fin, otro día la seguimos, pero acordate que es como yo digo: AHORA NADIE TIENE PALABRA. QUÉ SERÁ DEL MUNDO CUANDO NOSOTROS NO ESTEMOS MÁS…

lunes, 18 de abril de 2011

Nosotros queremos a nuestro mendigo


Qué hermoso es ver cómo nuestro mendigo dobla la esquina y avanza hacia nosotros, totalmente alienado. Una sobrecogedora maraña gris envuelve su cabeza, de pelo y barba por fuera y  de humo por dentro.
Se viene de costalete, con la mirada perdida más allá de nuestra  presencia. Nos ignora al pasarnos por al lado. Pero eso no nos ofende, porque como sabemos de su alienación, nosotros, que somos seres útiles a la sociedad, inteligentes y debidamente adaptados podemos comprenderlo.
A veces nuestro mendigo tiene a bien dirigirse a alguno de nosotros y  entonces ese momento se convierte en un hecho trascendental para cualquiera que se precie de hijo no putativo de nuestra comunidad.
“El Múltiple Indumentaria hoy me pidió un cigarrillo”. “El Múltiple Indumentaria me pidió algo para comer”. “El Múltiple Indumentaria se durmió en mi zaguán”. Y es que cuando este venerable paria  recurre a alguno de nosotros en pos de satisfacer algunas de sus elementales necesidades, nos rescata de nuestra  pequeñez cotidiana y exacerba nuestro espíritu de gentes de bien hasta niveles absolutamente paroxísticos.
En efecto, acicateado por alguna necesidad básica él suele interpelarnos a la manera de un Diógenes moderno, sin farol y con apenas un perro. 
Y ustedes, que son absolutamente ajenos a nuestra comunidad se preguntarán, con legítima curiosidad por supuesto, por qué nos resulta tan importante ser requeridos por nuestro venerable menesteroso. La explicación es bien sencilla: él NECESITA  de nosotros. Y su necesidad confirma nuestra humilde superioridad. Así de simple. Un perfecto sistema de correspondencias donde todas las partes son felices.
Sin embargo, siempre hay algún individuo de mala entraña que viene a turbar este equilibrio perfecto entre la gimnasia de la piedad y la encarnadura de la miseria.
Ocurrió un día, por suerte ya casi olvidado, que alguien reparó que en el paisaje de nuestra ciudad estaba faltando la familiar silueta encorbada del  Múltiple Indumentaria, que  como ya se habrán dado cuenta es el nombre con que identificamos a nuestro benemérito croto, y esto a causa de su excéntrica manera de vestir consistente en una original superposición aleatoria de prendas cochambrosas.
      Primero fue una sensación de extrañeza, preguntándonos adónde podría haber ido tan limitado individuo. Luego, una vez comprobada su ausencia, nos fue ganando la angustia, la desesperación y en algunos casos hasta se llegó a hablar de vacío existencial.
El sólo pensar los innumerables riesgos y vejaciones de las que pudiere estar siendo objeto  el  Múltiple Indumentaria nos aterraba y nos hacía perder la fe en la humanidad. Porque en medio de la desazón una certeza sí teníamos: nuestro pordiosero había sido raptado.

Así fueron pasando los días, y a pesar del desconcierto que significaba vivir sin la presencia de nuestro obnubilado amigo, no nos dimos por vencidos. Decididos a recuperar a nuestro miserable, hicimos las denuncias pertinentes y dimos parte a todas las instituciones posibles.
Un comité de crisis se  contactó con todas las fuerzas de seguridad internas, con las policías de países vecinos, bomberos voluntarios, la Cruz Roja, Médicos sin Fronteras, Cascos Blancos, los Rosacruces,  el Convento de Meretrices de Santa Magdalena y los Pare de sufrir.
No quedó sin visitar ningún medio de comunicación pequeño o grande ni clubes de jubilados, ni polirubros ni autorsevicios. Toda organización pública o privada fue blanco de los cartelitos hechos con una compu que informaban –a la vez que clamaban- por averiguar el paradero del  Múltiple Indumentaria.
Además para reforzar la eficacia  de los cartelitos, se incluyó una foto que alguien alguna vez hubo tomado con un celular. Foto que terminó de partirnos el alma, pues si bien su reproducción en fotocopia resultaba ser una irreconocible mancha borrosa de grises, para nosotros el contorno de esa mancha nos devolvía la amada silueta perdida. Algunos hasta lloraron al verla.
Pero como somos una comunidad muy luchadora, finalmente nuestro esfuerzo tuvo su recompensa.
Al principio fue un rumor, que nadie se animó a tomar en serio por miedo a desilusionarse.
Luego, la voz se fue haciendo más intensa hasta que un reconocido miembro de nuestro pueblo lo anunció  intentando un tono firme y masculino, pero que no alcanzaba a ocultar una emoción que lo aflautaba de tanto en tanto.
-“Apareció el Múltiple Indumentaria. Lo están trayendo”- dijo el conmovido vocero.
Pasado ya el tiempo – ni siquiera queremos saber cuánto- el mal trago se fue borroneando tal  como se deshacen los conceptos en la mente de nuestro alienado.
Hemos vuelto a ser tan felices como antes, nosotros dando alguna sobra y el tomándola de nuestra mano o directamente del tacho de basura.
Sin embargo, de vez en cuando, una leve sombra de angustia pasa como un chicotazo por los cielos de nuestro caritativo pueblo y nos deja sin aliento.
De a poco, murmurando apenas para no tener que oír lo terrible de nuestras preguntas, algunas ideas se asoman a nuestras bocas y hielan nuestras almas: ¿Qué hubiese pasado si no encontrábamos a nuestro mendigo? ¿Y si  lo hubiesen asesinado? ¿Qué edad tiene? ¿Y cuándo se nos muera qué haremos? ¿Habrá algún lugar dónde comprar un alienadito chiquito para ir criándolo? 
Entonces de pronto aparece él con su figura desarrapada y su pelambre flotando en el aire caliente del verano o escarchada por el invierno y todo vuelve a la seguridad que él nos inspira. Porque él es eterno, como la miseria misma, ¿O acaso pobres no hubo siempre?
Algunos relatos truculentos  intentan explicar las causas de aquella desaparición.
Por ejemplo, uno cuenta que nuestro Múltiple Indumentaria habría sido secuestrado por un pueblo vecino, incapaz de tener sus propios crotos. Otro afirma que fue objeto de una experimentación científica consistente en suministrarle alcohol bajo la forma de vino o ginebra, para observar su comportamiento en caso de abundancia extrema.
 De todas, la tesis que más nos horroriza, al punto tal de llevarnos a un estado de repulsión que termina dando vuelta el estómago de los ciudadanos más sensibles cada vez que se la menciona, es esa que sostiene que nuestro miserabilísimo paria fue abducido por un equipo de deleznables marquetineros con el repugnante propósito de usarlo como objeto de marketing político.
Sabido es que estos sujetos carecen de toda moral y en aras de lograr un voto pueden usar los intestinos de sus santas madres para fabricar los choripanes necesarios para una movilización.
La cosa parecería ser, entonces, que estos abyectos profesionales habrían entendido que ya no alcanzaba con un candidato sonriente al pedo, que diera la mano a todo el mundo  y corriera el riesgo de contraer paperas  besando niñitos desconocidos. Algún pérfido creativo, de paso quizás por nuestra amada comunidad, habría vislumbrado en nuestro cirujón al sujeto ideal para la gran foto de campaña.
Imagínense ustedes. ¿Existirá el votante de tan mala entraña que no se conmueva con esos ojos  borrascosos mirando la cámara con el abandono de los que ya ni están, y al lado, tomando su mugrosa mano, el candidato X y su solvencia frente a ese despojo viviente? ¿No habla eso de la compasión, el coraje y la fortaleza estomacal y moral del candidato X? Y si tiene semejante fortaleza, ¿no será la mejor opción para tragarse cualquier chanchuyo y agarrar  lo que venga?
En nuestro distrito las gentes de bien queremos pensar que no existen seres de cataduras tan bajas. La sola mención de que el Múltiple Indumentaria  haya sido sometido a tan vil proyecto lastima profundamente nuestra sensibilidad.
En fin, para alejar esas pesadillas del pasado  y  con el objeto de disfrutar la dicha que la Providencia nos da a diario hemos decido dejar  a nuestro buen linyera deambular libremente por la ciudad.
Y no es que antes no lo hubiese hecho, no. Lo que ocurre es que luego de su regreso creímos conveniente internarlo en una institución donde  pudiera estar debidamente protegido. Del mismo modo  bien intencionado con que  se suelen llevar a esos lugares a las abuelitas y a los abuelitos para que estén mejor.
Pero fue como encerrar un cóndor en una jaula de canario. Él es un espíritu libre y su valor radica en ello. Nosotros creímos hacerle el bien, pero en realidad lo que hacíamos estaba movido por el egoísmo de saberlo más propiamente nuestro.
Menos mal que recapacitamos casi instantáneamente y lo dejamos salir. Algunos miembros poco dignos de nuestra comunidad insinuaron insidiosamente que también deberíamos dejar salir a las abuelitas y a los abuelitos.
No se qué habrán querido decir.
Estamos orgullosos de ser como somos. Derechos y humanos. Recuerdo que una vez tenía una calco pegada en el auto. Nosotros queremos a nuestro mendigo.
Y pocos pueblos pueden decir eso.

VER ANTECEDENTES DE ESTE TEXTO EN:
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El asco en las entrañas

el ingenio popular y la redefinición del
slogan de campaña del pro
     ¿Por qué alguien escribe una consigna en una pared cualquiera? Me refiero a alguien anónimo, que no persigue fines propagandísticos ni económicos.
     ¿Qué fuerza lo compele a ignorar aquellos mandatos que igualan la pulcritud cuartelaría de los muros con la educación y las buenas costumbres?

     En épocas en que cercos, columnas y  cualquier objeto estático se convierte en soporte de campañas publicitarias que ensalzan candidatos gnotos o ignotos; que  anuncian artistas bailanteros y de todo otro género y laya; cuando cada afiche o pintada lleva como remate la firma de la bailanta, club o agrupación política que los sustenta,  y hasta suele incluir la de las organizaciones y empresas asociadas de alguna manera al mensaje exhibido; cuando cada una de esas expresiones hacen públicas consignas tendientes a obtener un beneficio determinado en base a sus  particulares intereses,  a punto  tal que a veces ni siquiera el líder de la cuadrilla responsable de la pegatina o  pintada en cuestión renuncia a estampar su firma al pie de su obra, la pregunta acerca de cuál es la fuerza motivacional que impele a un particular a colgar  sus anónimas palabras  en semejante paisaje propagandístico se convierte en una oportunidad para la reflexión.
    
     Hace ya muchos años, en 1976 – o en el ’77 quizá -  en un paisaje callejero desprovisto de todo cartel que hiciera alusión a ideas o libertades, alguien escribió anónimamente una consigna.
     En una ciudad vigilada, rastrillada sistemáticamente por fuerzas conjuntas, tal era la definición que la dictadura gustaba darle a sus fuerzas de tareas visibles, en una ochava blanca y fría, en un otoño de alguno de esos dos años alguien se animó a decir algo.
     La imagen de esa inscripción resaltaba desgarradoramente. No por su despliegue caligráfico, ni por la abundancia conceptual, ni por una retórica ingeniosa, sino por su terrible laconismo.
     Sin firma de agrupación política alguna; absolutamente anónima y sin el mínimo de despliegue organizativo que hubiese denotado el uso de al menos  un tacho de pintura, la inscripción en la pared era un índice de la soledad, el miedo y la impotencia de su autor.
     Pero, ¿quién sería ese autor? No sé por qué siempre me lo figuré como alguien muy joven –como yo lo era por entonces y en razón de esa misma asociación - con un lápiz Faber número dos escribiendo presurosamente antes de que volviera a pasar por allí la patrulla de las fuerzas conjuntas.
   Sin embargo, bien pudiera haber sido una persona mayor, de trazo torpe por una mano endurecida en los trabajos pesados; o una mujer de mano liviana, luchando con la rugosidad de la pared que obstaculizaba el desplazamiento de la escritura; o vaya a saber quien…
     Pero el asunto es qué  motivó a esta persona a exponerse en una acción tan arriesgada en aquellos tiempos. ¿De dónde venía su impulso? ¿Sería una víctima? ¿Un familiar? ¿Testigo de algo horroroso? ¿Estaba siendo presa del odio? ¿Del dolor? ¿De la impotencia? ¿De una mezcla de todos estos sentimientos? O tal vez sólo fuera alguien tan lúcido que necesitó decir lo que pensaba en un momento donde el silencio era salud.
     Como fuere, había algo para decir que provenía desde las entrañas y debía ser  dicho. Sin encuadres ni especulaciones de ninguna clase. Sólo porque alguien tenía que enrostrarlo, aunque sólo fuere en la humildad de una ochava. Y el hecho de ser un mensaje anónimo lo  volvía más potente aún, al liberarlo de cualquier intencionalidad del posible firmante.
    
     Una vez pasados los años sangrientos, aquella burguesía asociada a los genocidas debió ponerse a trabajar personalmente en la defensa, ahora desembozada, de sus privilegios. 
     Sin botas ni pistolas que hagan los deberes sucios, devenidos políticos, los hijos y entenados de las familias pro-fascistoides  muestran una grosera torpeza y una  lastimosa ignorancia en cuestiones relacionadas con la gestión de un mundo poblado por  gentes  de carne y hueso, cuyo dolores y anhelos escapan a la comprensión de sus escasas luces cultivadas en algún criadero educativo de alto precio.
     Las declaraciones xenófobas  - y la actitud - del jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, ingeniero Mauricio Macri, con motivo de los conflictos del Parque Indoamericano y el Club Albariño son una muestra de la supervivencia en estos sectores de  una mentalidad dictatorial y, por ende, de una atrofiada capacidad para un pensamiento verdaderamente democrático.

      Treinta y cinco – o treinta y cuatro- años después de aquellos días de fortuito silencio, el paisaje urbano se encuentra profusamente poblado de afiches, carteles y pancartas, de todos los tamaños, colores y contenidos. Reclamantes de derechos, reclamadores de confianza, creíbles o descreíbles, con firmantes probos o ignominiosos, según el parecer de cada transeúnte.  
     Sin embargo, cuando ya no existe la prisa de la clandestinidad ni el riesgo de firmar un pensamiento, alguien vuelve a escribir una leyenda en una pared cualquiera; otra vez anónimamente, sin pretender  agua alguna para molino alguno. Sólo por decir lo que hay que decir. Eso que viene desde muy adentro. Eso que puja por salir, entre un cúmulo de sentimientos. Eso que brota desde las entrañas, quemante, y que acaso no sea otra cosa que una catarata incontenible de asco.
    
     Hace más de treinta años una mano presurosa escribió en una ochava de un barrio platense la consigna

MILICOS ASESINOS

     En estos días, ahora en aerosol, alguien escribió en la calle Montevideo

MACRI RACISTA

     Continuidad la de ellos. Pero también, por suerte, continuidad la de la  gente que sin pretender ninguna clase de notoriedad sigue poniéndole en la cara a estos tipos todo el  asco de sus entrañas. Aunque ni Videla ni Macri se enteren jamás de la existencia de esta acción. Pero que de todos modos hay que hacer. Porque el que escribe sí lo sabe. Y nosotros también.